Soy una buscadora. El anhelo de búsqueda lo reconozco desde que tengo memoria. Crecí juntando monedas para el viaje sin saber que ese viaje no era hacia afuera sino hacia dentro de mí misma.
En este recorrido me han acompañado y he acompañado. He sido bendecida por compañeros de camino, instructores, guías, maestros que me ayudaron y ayudan a no desviarme del camino al centro. Me han enseñado a reconocer los intervalos en los procesos vitales, a recuperarme, a retomar el camino cuando me he perdido en los laberintos del ego.
Me han abierto las puertas al gozo, a la gracia y a la esperanza. Me han rescatado del infierno con compasión y amorosidad. En este viaje de búsqueda me convertí en terapeuta para develar la mentira y acompañar a otros en ese proceso.
Ser terapeuta es reconocer el sufrimiento humano por nuestra incapacidad de ser humanos, aceptar nuestra incompetencia y con compasión retomar el camino hacia el amor. En ese tránsito, reconocer nuestra forma particular de mentirnos, de explotarnos y de explotar a otros en nuestro delirio de ser víctimas y no victimarios. Qué tarea ardua y difícil. Requiere humildad para reconocer la propia mentira y mucha disciplina y perseverancia para no perderse en el camino y abandonar el trabajo interior, bajo una nueva ilusión de un Yo realizado. Requiere una práctica constante del “recuerdo de sí”, una entrega a un orden mayor, una aceptación completa de las circunstancias, sin un mínimo “pero yo”. Requiere impecabilidad. Esa es la dirección. Cuanto más nos inspire ese propósito, más cerca estaremos de nuestra humanidad.
Y el camino es largo y corto a la vez. Basta reconocer el contenido de todo el universo en una mirada y sostenerse allí por un par de segundos. Regalarle a aquellos que acompañamos algo de lo que hemos recibido. Con eso ya es suficiente para recuperarse, una y otra vez.